A mitad de camino (NaNoWriMo)



En estos 15 días he aprendido mucho, me está resultando una experiencia increíble. Estoy escribiendo a un ritmo más constante que nunca antes en mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que le dé al teclado para conseguir un mínimo de 1500 palabras.

He comprobado que, una vez estableces un ritmo crucero, cuesta menos escribir. Digamos que dejas a un lado la procrastinación y normalizas el acto en sí. De hecho, el único día que no he escrito en lo que va de mes me he llegado a sentir mal. Mi cuerpo me lo pedía. También me he dado cuenta de que la segunda semana tiene mala fama y no es para menos. Mucha gente abandona la empresa de escribir una novela en esa segunda semana, pues es cuando uno se adentra en los cenagosos terrenos del "nudo" de la historia. Si no la has planificado bien, o si no le tienes especial cariño al mundo y personajes que has creado -o a la documentación si escribes no-ficción-, te sentirás desganado. 

El proceso de escritura de una novela puede compararse con la orografía de una meseta. Tanto el comienzo como la parte final representan un terreno escarpado y arriesgado, pero el entorno cambia rápidamente; la altura, la vegetación. El problema está en la zona central, que es monótona.

Progresión del estado anímico del escritor según el avance de la historia

Cuando uno empieza a escribir una historia está emocionado por poder plasmar los primeros pasos de aquello que con tanto esmero ha creado; sigue soñando despierto. Al llegar a la parte media, te ha dado tiempo a cabrearte con tu propio estilo. A ver que lo que estás gestando no se parece demasiado a lo que pensabas que sería. Es por eso por lo que mucha gente no acaba de escribir una pieza medianamente larga en toda su vida. NaNoWriMo ayuda a ser constante, a tomártelo como una labor personal, y en el foro siempre tienes un ambiente fenomenal de gente en tu misma situación dispuesta a ayudarte y animarte. Eso es uno de los motores de emergencia para cuando vas escaso de combustible. Para superar esa delicada zona intermedia.

Uno también se familiariza con sus virtudes y sus puntos débiles, como existen en cualquier actividad. Yo, por ejemplo, he notado que me dejo llevar en las descripciones -sobre todo de sentimientos- y en menor medida en el entorno y la narración de consecuencias de sucesos previamente explicados en la historia. Digamos que son los ámbitos en los que me encuentro más cómodo.

El diálogo va mejorando, pero todavía hay secciones en que lo encuentro poco natural, o me veo abrumado por la necesidad de introducir continuamente guiones, aclaraciones, y demás parafernalia que. te parecen suplementos al mensaje. No obstante, luego adviertes que son también indispensables para enriquecer el escrito.

Y lo que peor llevo son las secuencias de acción. Es harto complicado solventarlas con gracia y no soy el único al que le cuestan. Bien llevadas son los diamantes en la particular mina de cada historia, pero también pueden sacar a relucir lo peor de ti. Hay quienes planean hasta la extenuación, milimétricamente, cada movimiento, cada pensamiento. Es difícil llevar de forma simultánea a varias personas en una situación dinámica. Creo que con la experiencia, como todo, a base de mucho escribir, se puede pulir, y cada vez costará menos enfrentarse a esta parte.

Por último decir que, de la novela que estoy escribiendo, llevaba 30.000 palabras escritas a lo largo de un año, y gracias a NaNoWriMo he sumado 25.000 más en tan solo una quincena. Eso es una alta rentabilidad, sí señor.

Eduardo, Amanda y el sentido de la vida




-( · )-

Se habían quedado sin gasolina. Por delante, una inmensa llanura en la que el verde llegaba hasta el horizonte, que se encontraba perfilado por montañas de color púrpura, tinte fruto de la lejanía. Tras ellos, un paisaje similar. En lo alto un cielo gris oscuro, que amenazaba lluvia pero resultaba romántico. Como si fuese a quebrarse en mil pedazos con el primer trueno. Y a sus pies el asfalto; una amalgama de gravilla que comenzaba a mojarse poco a poco, moteándose con las gotas de lluvia.

—La grúa tarda demasiado. Y está empezando a llover. Eduardo, ¿qué haces? No te das cuenta de la gravedad de la situación, ¿verdad?

El hombre hizo caso omiso a las palabras de su acompañante. Algo llegaba a sus oídos pero, de forma selectiva, su cerebro superponía el rumor del viento. El sedante sonido de la hierba alta meciéndose, los brotes frotando unos contra otros. Dejaba a sus pupilas jugar, dilatándose y encogiéndose a cada cambio de intensidad lumínica, cuando los rayos de sol traspasaban la capa de nubes en su parte menos densa. Eduardo notaba como el cielo rotaba a una velocidad distinta a la tierra a la que se encontraba anclado. 

—Sí, es el momento ideal para que des rienda suelta a tu lado bohemio. En serio —siguió ella, irascible, dejando escapar la ironía.

—¿Es que no ves que esto es para lo que hemos venido al mundo? Ha sido una bendición que se parase el motor.

Amanda no daba crédito a las palabras de su novio. Si bien era una persona que gustaba de alejarse de lo mundano, aquello sobrepasaba el umbral lógico, y se agravaba dada la situación.

—Eres increíble —le espetó ella.

—Deja de culparme y vive. Vive de una vez, Amanda —contestó su novio, clavándole sus vibrantes pupilas, atacándole con los ojos—. Me quedaré aquí y esperaré al arco iris. No pienso agobiarme más.

Dado que la lluvia arreciaba, Amanda, que no podía controlar la situación, decidió meterse dentro del coche y recriminar la actitud de su compañero desde allí. Transformar los agentes meteorológicos y el paisaje en poesía no le aportaba un ápice de comodidad. Sin embargo, dentro del coche tenía cierto confort. Rebuscó en el lateral de su asiento y empujó la palanca para reclinarlo. A través del cristal empañado se fijó en el pelo de su novio, movido por la corriente de aire. En ese momento percibió angustia. Dentro del coche la atmósfera era densa y estaba cargada por ese maldito ambientador de olor a pino, que casi provocaba náuseas.

Entonces, Eduardo empezó a correr. 

—¡Para esto existen los campos! —gritaba casi sin aliento.

Su figura se empequeñecía cada vez más a los ojos de Amanda que, boquiabierta, trataba de entender lo que ocurría. 
<<Estás chiflado. ¿Adónde vas?>>

Eduardo decidió esa tarde lluviosa, en mitad de la nada, perseguir al sol en su camino hacia el horizonte por los campos de hierba alta. El viento golpeaba su cara, las lágrimas comenzaban a desplazarse por su rostro debido al frío. Luego cerraba los ojos y solo sentía el roce de la vegetación contra sus piernas y el murmullo de la naturaleza. Una bandada de pájaros le sobrevolaba, a juzgar por los agudos chirridos que sentía en altura. Quería mantener la incertidumbre. En ese momento, saber de qué especie se trataba rompería la magia. Cada vez estaba más lejos de Amanda. Y Amanda, cada vez más lejos de sentirse realizada.

—Mi vida es aséptica —dijo dentro del coche. 

Se sentía envasada al vacío, aislada de la realidad. Se preguntaba para qué servía el dinero, el estatus, todo lo que había creado el hombre de forma simbólica, cuando su novio estaba disfrutando del placer inmediato de la existencia. Su pecho se encogió y comenzó a sufrir un ataque de ansiedad. Los cristales se empañaron aún más a medida que expelía el aire durante la hiperventilación.

<<Mi vida es aséptica>>




The Paris Review




The Paris Review es una revista dedicada al mundo de la literatura con una larga historia y enorme influencia, que nació en 1953. Pese a su nombre, y a que fue fundada en dicha ciudad, la sede se trasladó a Nueva York 

Se trata de una publicación trimestral en la que se anuncian las novedades con respecto a la novela, la poesía, y todo lo que acontezca en las letras. Pero lo que más me interesa, y de lo que vengo a hablaros, es de una magnífica sección de entrevistas. Van englobadas en la etiqueta "The Art of..."; por ejemplo, "The Art of Fiction" o "The Art of Poetry". 

Para todo aquel que quiera curtirse en la escritura como proceso, y en la visión del mundo de muchos escritores renombrados no deja de sorprender la cantidad de gente ilustre que The Paris Review ha podido entrevistar se trata de un archivo de incalculable valor. De hecho, de ella se ha dicho que es "uno de los actos más persistentes de la conservación cultural en la historia del mundo."[1]

Desde aquí os invito a leer las entrevistas en inglés con algunos de los escritores más ilustres del siglo XX y de la actualidad. Desde Ernest Hemingway a Vladimir Nabokov, pasando por Elizabeth Bishop o Aldous Huxley. Más recientes, tenemos a Stephen King, o al genial William Gibson, padre del ciberespacio, cuya aguda inteligencia y exactitud a la hora de expresarse no dejan de sorprenderme.

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He aquí un exctracto de la entrevista a la escritora Francine du Plessix Gray, hablado del motivo de que lleve tantos años escribiendo un diario personal:

"It’s as if we feel constantly other from the person we were the day, the hour before, and this sense of flux is terrifying, we have to crystallize, fix every moment of ourselves in order not to disappear altogether, as if our very identity w
ere constantly threatened with dissolution."

"Es como si nos sintiéramos (los escritores) constantemente ajenos a la persona que éramos el día, la hora anterior, y esa sensación del flujo es aterradora; tenemos que cristalizar, fijar cada momento de nuestra existencia, para no desaparecer, como si nuestra identidad estuviese siempre amenazada por la disolución."
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Ir leyendo las entrevistas resulta, cuanto menos, inspirador. Para más información, os dejo la web oficial de la revista, así como la dirección en Twitter.



Fuente [1] Joe David Bellamy, Literary Luxuries; American writing at the end of the millennium, p.213




¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?


La nostalgia es una sensación que drena nuestras fuerzas. Un nexo con lo que ya sucedió y no volverá. Con los entornos que fueron de nuevo labrados por los agentes erosivos, con las personas cuyas acciones e ideales se enfrentaron a las nuestras para no volver a reconciliarse jamás. De vez en cuando una película en color sepia con imagen granulada surca nuestra mente y nos estremece.
¿Esa era mi vida?
Es como si la luz de antaño fuese más potente, los sentimientos más puros, las personas más inocentes. Y te preguntas si dentro de veinte años, lo que acontece ahora en tu vida no se teñirá y granulará para aparecer en la cinta del futuro y encoger tu pecho.
¿Esa era mi vida?
No importa demasiado si los cambios son a mejor o a peor, si hemos madurado o nos hemos acomodado; lo que hayamos sufrido. Existe un sentimiento bastante generalizado de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Tal vez tenga que ver con la resistencia al cambio, que parece un ingrediente inherente a todo ser humano. Hay un claro distanciamiento entre la ética con la que crecemos, esa moral que pronto se torna inamovible —puesto que con la edad cada vez somos más duros de mollera— y los tiempos que van sucediéndose. Las modas, los inventos que revolucionan a la sociedad.
Nos tomamos el inevitable cambio como un atentado a la efigie que levantamos en honor a nosotros mismos. Como un viento huracanado que amenaza con arrancarla de sus cimientos y enterrarla luego en el barro por siempre jamás. Si nos esforzásemos en volver nuestra mente más dinámica, en desencadenarla de todos esos prejuicios que la corroen, si luchamos por tolerar más la manera en que este mundo evoluciona, puesto que, en última instancia, toda resistencia por nuestra parte resulta en detrimento de nosotros mismos —el entorno le puede al yo—, tal vez logremos rebatir este aparente axioma de la realidad.
Es el año 2012. El aire sigue teniendo el mismo porcentaje de oxígeno que cuando naciste. Siguen creciendo en todas partes niños con ilusiones. El auge de Internet es un arma de doble filo; habrá quienes lo utilicen de forma correcta y quienes no. Los grandes males y las grandes virtudes de la humanidad son intemporales. Es algo que debemos asumir. Por más que la ilusión de que el pasado era una dimensión más agradable y pura trate de convencernos, no es más que eso, una distorsión mental.
Todo momento en nuestras vidas tiene el potencial de ser maravilloso. A veces hay que rendirse al cambio para poder comprender que nos hemos estado agarrando a un clavo ardiendo. O que, sencillamente, el clavo de presente no está siendo corroído, tal como pensábamos.

Endosporas



Start of something new…

Cuando crees que la vida ya no puede ofrecerte nada nuevo, vuelve a sorprenderte. Es difícil de concebir el contraste tan notable que hay entre esas tardes de hastío en que las paredes de tu esófago parecen contraerse en una suerte de peristaltismo que ciega el tubo, y aquellas en que la euforia te llena, en que gotas invisibles de endorfina pura restallan contra tu epidermis.

O será que peco de bipolar.

Tal vez, si elaboramos un estudio para revelar la naturaleza del tejido que conforma la matriz de esa desidia vital, descubramos que está compuesta por células de ignorancia. No te engañes. Eres uno más entre siete mil millones de almas pensantes y presas de sus hormonas en sangre. ¿Acaso ibas a concer la identidad última y la razón de ser de cada gesto, de cada acción, de cada pensamiento? Pues entonces, ¿por qué motivo nos creemos el amo y señor del destino, cuando ni siquiera podemos saber si existe tal concepto?

De ahí que la vida nos sorprenda. Los derroteros que toma nuestro ser nos son del todo inescrutables, hasta que los acontecimientos impactan contra nosotros, cual fruto que ha ido gestándose en lo alto del árbol que representa el flujo del tiempo. Los agentes que movilizan los sucesos son deidades en una dimensión que escapa incluso a la teoría de cuerdas, nos manejan con hilos invisibles a los que nosotros denominamos sin acierto alguno, principios éticos. Y el compendio de la ética mundial, entreteje esa maraña que es lo que algunos se afanan en etiquetar de “destino”.

O tal vez no. Un texto barroco y arbitrario como el que recorre tu retina y tu psique, con toda certeza, será errado.

Esa naturaleza maleable que poseemos es lo que hace que la vida merezca la pena. De pronto, la amalgama de ética global se muestra empática para contigo, y te brinda momentos de suma felicidad en los que la fe en los demás resurge de tu hasta ahora obtusa mente, cual ave fénix, o se reinventa, como si fuese sometida a la Samsara.

Y es entonces, en ese instante, en ese fotograma existencial, cuando tu corazón palpita con fuerza y se dilata el cardias. Comienza un lapso de tiempo que recordarás en un futuro como “aquel momento en que mi vida merecía ser vivida”. Porque cada vez que alguien vibra en tu campo de Higgs social, mostrando masa, es un momento de dignidad.

Un momento cálido, en el que la brisa despeja tus sinapsis del colapso producido por la gris cotidianeidad.

Sumeria e impasible


La intensa oscuridad recibió el fulgor del amanecer. Poco a poco éste le ganaba el pulso, permitiendo que el aura dorada de la estrella arrojase luz en las indómitas tierras que seguían bajo el yugo de la fría incertidumbre visual. Las negras alas de Tiamat se tornaban permeables, y la diosa dragón decidió volatilizarse en una suerte de inclemencia.

Arena que se dejaba mecer, llevada por los vientos ígneos procedentes de la Duat, tal vez. Corpúsculos de aridez acompasados en una danza ritual, desplazados por el decrépito escenario de la ausencia de sucesos. Imparable. Densa. Nubes voluptuosas que nutrían al desierto.

Un capricho de los dioses recorría aquellos suelos maleables a cada paso, sintiendo los latigazos de la diosa dragón transformada en metralla. Su piel quedaba lacerada conforme avanzaba, mas resistía estoico.

¿Cuándo llegaré ante ti? ¿Cuándo me imbuirás con tu influjo?

Aquel menudo hombre maltratado por el desierto albergaba tan poca agua bajo su piel como esperanza en su alma. Pero necesitaba postrarse ante la musa pétrea que le permitiría descansar. Quería regalarse su 
visión por última vez.

Tan sólo necesito que me confiráis un poco más de entereza. Os lo ruego, quedo a merced de vuestra gracia.

Y los dioses decidieron apiadarse de tan nimia forma de existencia, puesto que el espectáculo de la oscuridad que se marchaba no les agradaba en absoluto. Esa guerra encarnizada del mundo etéreo que velaba por la creación terrenal se luchaba sin cuartel. No permitirían que la diosa dragón despojase de humores al humano. Sus designios no contemplaban el cumplimiento de tal antojo.

Fue entonces que cesó la tormenta. Los latigazos ya no castigaban al nómada, la sed parecía abandonar el inventario de sus apetencias, y su cuerpo se tonificó al instante. En el preciso momento en que necesitaba la agudeza de todos sus sentidos para admirar la mole de piedra que materializaba sus sueños.

Finamente labrada, sólida, salida de las manos de mil esclavos. Resultado de sus pasiones. Bestial. La contradicción hacía acto de presencia. Aquel hombre recorrió incontables leguas entre dunas para deleitarse con la belleza de lo inanimado. La escultura no presentaba facciones destacables, parecía desprovista de la poca vida que una fría piedra podía albergar.

El vértigo me inunda.

Un inmenso ciclón de fuego apareció de entre las dunas y, con una fuerza inusitada, comenzó a carbonizar la creación de los dioses.

Tu mirada atraviesa cualquiera que intente chocar en sentido opuesto, es impermeable a cualquier emoción. Me estás devastando. Estás arrancando cada una de mis vísceras de dentro afuera, bebiendo mis humores, inundándome de pura pesadilla. La carencia de empatía taladra mi conciencia hasta producirme la catatonia más aguda.

Impasible ante las palabras del hombre, la musa no advirtió el discurso pero sí las llamas. Y se deformó. Poco a poco. Lascas de piedra que se teñían de negro hasta deshacer la inexistencia de emociones. Y estalló. Quebró su ser en mil pedazos incapaces de ser recompuestos por las manos más hábiles habidas y por haber.

Los ojos del insignificante peregrino se cubrieron de lágrimas. Y brotaron por siempre, deshaciendo su rostro con la erosión más intensa y persistente de entre las que se cuentan. Nunca más podría admirar la belleza de la estatua. Era el fin del escalofrío al contemplarla. De la admiración al oír cómo las arenas la sobrevolaban. De su penetrante aroma a sequedad. Del sabor salado de los gránulos que la formaban. La musa jamás volvería. Había pasado a engrosar las listas del ejército de arena y devastación que desfilaba de manera sinuosa en el vórtice de fuego. Era el fin de los tiempos. El fin de las historias.

Una ola de calor envolvió al humano, deshaciendo sus carnes en el dolor más puro, en la agonía. Su sentido de la realidad se desvaneció para siempre, puesto que ya no quedaba nada más que admirar. Nada podría sustituir aquella creación cuando la espiral de fuego lo hubiese consumido todo. Lo último que se pudo contar de sus vivencias fue la simbiosis entre las partículas pétreas y los jirones de su piel carbonizada, como resultado de un amor que siempre existió en su mente, y jamás en el sólido núcleo de la musa.

Nunca jamás.

El arroyo de los audaces




Las aguas del arroyo corrían ladera abajo, límpidas, obstaculizadas por algunas rocas cubiertas de musgo, desperdigadas por aquí y allá. El hombre estaba sentado sobre la superficie aplanada de una de ellas, sintiendo como el frío de la corriente se le clavaba en los tobillos. Su mirada viajaba por entre los curiosos insectos que, adaptados a la vida acuática, se posaban en la superficie. Sus larguísimas patas combadas les permitían repartir el peso de sus de por sí livianos cuerpos, impidiendo que se hundieran.


Absorto en sus pensamientos, el hombre no advirtió que un cuerpo inerte caía llevado por las aguas desde la cima de la montaña. No fue hasta que el cuerpo se topó con la piedra en la que el pensador estaba sentado, que éste se dio cuenta de lo que ocurría.


—¡Un muerto! —gritó para sí mismo, aterrado.
Como si tratase de rebatir la catalogación, el cuerpo despertó de su letargo. Un grueso brazo cubierto de algas y nenúfares asió al hombre pensador por la pantorrilla.
—Santo cielo, estás vivo. Has... ¿Has tragado mucha agua? ¿Te has roto algún hueso durante la caída? —preguntó de manera precipitada nuestro hombre.



Mientras escupía el exceso de agua que encharcaba sus pulmones, el náufrago del arroyo ejercitó su musculatura facial para pronunciar las que, posiblemente, fueran sus primeras palabras en años.


—No te preocupes. Tan sólo estaba aburrido. Cuando no tengo nada mejor que hacer, suelo tirarme por las colinas rodando, o me quedo meditando en mitad de los desiertos.


El pensador no daba crédito a lo que oía. Sin duda se encontraba frente a alguien bastante singular. Mientras trataba de ordenar los acontecimientos en su mente, se percató de que una legión de sanguijuelas estaba drenando la sangre de su nuevo compañero.


—Menuda actividad... Por cierto, deberías quitarte esas sanguijuelas —le aconsejó, señalando con firmeza hacia la zona de piel colonizada por los parásitos.
—De ningún modo. Son mis compañeras. Ellas me proporcionan la entereza necesaria para seguir buscando. Sé que suena paradójico. A la mayoría de mortales les debilitan, pero a mí me ayudan a continuar. Sus negros, tersos y brillantes cuerpos me sirven como inspiración. Son la materialización de mi espíritu.
—Ya veo —siguió nuestro hombre, aceptando la rareza del náufrago mientras le empezaba a picar toda la piel tras haber observado la actividad de las sanguijuelas—, así que son algo así como tu familia.
—Tal vez —respondió el otro de forma lacónica.
—Me dijiste que ellas te dan fuerzas para seguir buscando, ¿no?
—Así es.
—¿Se puede saber qué buscas? —siguió el pensador.
—Busco gente especial. Gente viva.
—¿Gente viva? Estaría bien buscar entablar una conversación con gente muerta.
—Te sorprendería saber la cantidad de gente que, estando viva, está muerta. Dame un momento —dijo el náufrago cubierto de algas.



La escena tenía algo de cómico, de no ser por las constantes dudas que asaltaban la mente del pensador. Ver a aquel hombre de casi dos metros de estatura, que hacía un rato cualquiera hubiera dado por muerto, con la vista fija en la corriente, concentrado, a la espera de algo, era hasta gracioso. No le dio tiempo al hombre dubitativo a deleitarse con el aroma del bosque mucho tiempo, ni a sacar conclusiones de la charla, cuando observó perplejo como el náufrago hacía un movimiento espasmódico con uno de sus brazos y capturaba un salmón.



—¡Sorprendente! —dijo el pensador admirado—. Lo has cogido en mitad del...
La palabra salto no llegó a emerger de sus labios. El gigante cubierto de algas había empezado a comerse al pez, que todavía daba coletazos aferrándose a la vida.
—Espera, ¿no lo vas a cocinar?


El náufrago volteó su cabeza y se mostró ante el pensador con los ojos casi fuera de las órbitas, respiración frenética y las comisuras llenas de sangre. Quedaba claro que así eran sus modales a la mesa, y el otro no lo iba a poder cambiar tan fácilmente.

Cuando aquél que cayó de aguas arriba finiquitó su frugal almuerzo, y lo de frugal es porque parecía necesitar un atún adulto para saciarse, siguieron la conversación.


—He visto una luz especial en tu mirada. Brilla más de lo normal. Tú estás vivo, y eso lo sentí desde allí arriba —dijo el comedor de salmones, señalando con el índice hacia la brumosa cumbre de la montaña.
—¿Sí? No sé, siempre me he considerado bastante mediocre.
—Tal vez lo seas, pero quieres vivir. Si no, yo no habría despertado de mi letargo. Ahora tengo que ponerte a prueba.
—¿Ponerme a prueba?



El gigantesco hombre cubierto de algas se abalanzó contra el pensador y le aplastó contra la roca. La extrema dureza de su superficie le trituró los músculos de la espalda e hizo que sus escápulas sonasen como una pieza cerámica. Los ojos se le abrieron al máximo. Sus pupilas vibraban presas del pánico.


—¿Tendrás suficientes recursos como para vencerme? ¿O me uniré a ti para siempre? ¿Lograré extinguir tu vida?
—No te entiendo —dijo entre sollozos el pensador. 


Las fuerzas le abandonaban. Nuestro hombre sintió como las sanguijuelas pasaban del cuerpo de su verdugo al suyo y tanteaban el territorio adecuado, como los colonos americanos cuando comenzaron a adueñarse de las tierras del Nuevo Mundo. Las algas se enredaban en su cuerpo e impedían que su piel transpirase. Sorprendía la fuerza con que se aferraban a él, pese a su consistencia viscosa.

—Tu apetencia vital te está consumiendo. No eres lo suficientemente inteligente como para gestionarla. Vamos, ¿qué puedes hacer? ¿Negociarías conmigo?
Pero el pensador no lograba entenderle. Su mente era un engranaje desacompasado, falto de aceite, que no lograba traducir la avalancha de metáforas que el acosador le lanzaba.
—Es ahora —siguió el castigador venido de aguas arriba— en los momentos oscuros, donde debes brillar—. Sólo ahora podrás sorprenderme y volverme pequeño. Los hombres de mente eficaz son los únicos capaces de decidir mi tamaño.



El náufrago comenzó a crecer. Se hizo inmenso, tan grande que las algas que envolvían al pensador parecían troncos de secuoyas, las sanguijuelas se volvían del tamaño de ovejas y su peso pulverizaba la anatomía de la víctima.


—No... puedo... más.
El verdugo cubrió el rostro de su víctima con unas manos húmedas repletas de ventosas que succionaron todo el aire de sus pulmones. En un último estértor, el pensador pudo lanzarle una última pregunta:


—¿Cómo... te llamas?


Tras un breve silencio, el náufrago movió los labios y su víctima los pudo leer.

Ambición.

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